Wassily Kandinsky, La obra de arte y el artista

VII. LA OBRA DE ARTE Y EL ARTISTA

(De lo espiritual en el arte)

El artista crea misteriosamente la verdadera obra de arte por vía mística. Separada de él, adquiere vida propia y se convierte en algo personal, un ente independiente que respira de modo individual y que posee una vida material real. No es un fenómeno indiferente y casual que permanezca inerte en el mundo espiritual, sino que es un ente en posesión de fuerzas activas y creativas. La obra artística vive y actúa, participa en la creación de la atmósfera espiritual. Sólo desde este punto de vista interior puede discutirse si la obra es buena o mala. Si su forma resulta mala o demasiado débil, es que es mala o débil para provocar vibraciones anímicas puras[1]. Por otra parte, un cuadro no es bueno porque la exactitud de sus valores (los valeurs inevitables de los franceses), o porque esté casi científicamente dividido entre frío y calor, sino porque posee una vida interior completa. Un buen dibujo es aquel en el que no puede alterarse nada en absoluto sin destruir su vida interior, con independencia de que esté en contradicción con la anatomía, la botánica o cualquier otra ciencia. No se trata de que el artista contravenga cierta forma externa (por lo tanto casual) sino de que necesite o no esa forma tal como existe exteriormente. De igual modo han de utilizarse los colores, no porque existan o no en la naturaleza con ese matiz, sino porque ese tono sea o no necesario para el cuadro. En pocas palabras: el artista no sólo puede sino que debe utilizar las formas del modo que sea necesario para sus fines. Ni son necesarias la anatomía u otras ciencias, ni la negación por principio de éstas, sólo es necesaria la libertad sin trabas del artista para escoger sus medios[2]. Esta necesidad supone el derecho a la libertad absoluta, que sería criminal desde el momento en que no descansara sobre la necesidad. Artísticamente, el derecho a esa libertad corresponde al citado plano interior moral. En todos los aspectos de la vida (y por lo tanto también en el arte) es un objetivo puro. Someterse sin objeto a los hechos científicos nunca es tan nocivo como negarlos sin sentido. En el primero de los casos aparece la imitación (material), útil para algunos fines específicos[3]. En el segundo el resultado es una mentira artística que, como todo pecado, tiene muchas y malas consecuencias. El primer caso deja un vacío en la atmósfera moral, la petrifica. El segundo la envenena.

La pintura es un arte, y el arte en conjunto no significa una creación inútil de objetos que se desvanecen en el vacío, sino una fuerza útil para el desarrollo y la sensibilización del alma humana que apoya el movimiento del mencionado triángulo espiritual. El arte es el lenguaje que habla al alma de las cosas que para ella significan el pan cotidiano, y que sólo puede obtener en esta forma.

Si el arte se sustrajera a esta obligación dejaría un espacio vacío, ya que no existe ningún poder que pueda sustituirlo[4]. En el momento en que el alma humana viva una vida más intensa, el arte revivirá, ya que el alma y el arte están en una relación recíproca de efecto y perfección. En las épocas en que las ideas materialistas, el ateísmo y los afanes puramente prácticos consecuencia de ellos, adormecen a un alma abandonada, surge la opinión de que el arte puro no ha sido dado al hombre para ningún fin especial, sino que es gratuito; que el arte existe sólo por el arte (L’art pour l’art)[5]. El lazo que une el arte y el alma permanece como anestesiado. Sin embargo, esta situación no tarda en ser vengada: el artista y el espectador (que dialogan con el lenguaje del espíritu) ya no se comprenden, y éste último vuelve la espalda al primero o le considera como un ilusionista cuya habilidad y capacidad de invención admira.

En primer lugar, el artista debe intentar transformar la situación reconociendo su deber frente al arte y frente a sí mismo, dejar de considerarse como señor de la situación, y hacerlo como servidor de designios más altos con unos deberes precisos, grandes y sagrados. El artista tiene que educarse y ahondar en su propia alma, cuidándola y desarrollándola para que su talento externo tenga algo que vestir y no sea, como el guante perdido de una mano desconocida, un simulacro de mano, sin sentido y vacía.

El artista ha de tener algo que decir, pues su deber no es dominar la forma sino adecuarla a un contenido[6]. El artista no es un ser privilegiado en la. vida, no tiene derecho a vivir sin deberes, está obligado a un trabajo pesado que a veces llega a convertirse en su cruz. No puede ignorar que cualquiera de sus actos, sentimientos o pensamientos constituyen la frágil, intocable, pero fuerte materia de sus obras, y que por ello no es tan libre en la vida como en el arte.

El artista, comparado con el que no lo es, tiene tres responsabilidades: 1° ha de restituir el talento que le ha sido dado; 2° sus actos, pensamientos y sentimientos, como los de los otros hombres, conforman la atmósfera espiritual, la aclaran o la envenenan; 3° sus actos, pensamientos y sentimientos, que son el material de sus creaciones, contribuyen a su vez a esa atmósfera espiritual. No es rey, como le llamó San Peladan, en el sentido de que posee un gran poder, pues su obligación también es muy grande.

Si el artista es el sacerdote de la belleza, ésta debe buscarse según el mencionado principio de su valor interior. La belleza sólo se puede medir por el rasero de la grandeza y de la necesidad interior, que tan buenos servicios nos ha prestado hasta aquí.

Es bello lo que brota de la necesidad anímica interior. Bello será lo que sea interiormente bello[7].

Maeterlinck, uno de los pioneros, de los primeros compositores anímicos del arte moderno que se producirá mañana, dice: No hay nada sobre la tierra que tienda con tanta fuerza a la belleza y se embellezca con mayor facilidad que el alma... Por eso muy pocas almas resisten en la tierra a un alma que se entregue a la belleza[8].

Este rasgo del alma es el aceite que hace posible el movimiento ascendente y progresivo del triángulo espiritual: movimiento lento, apenas perceptible, a veces aparentemente estancado, pero siempre constante e ininterrumpido.




[1] Las obras calificadas de inmorales o son por completo incapaces de despertar cualquier vibración anímica (y entonces son, según nuestra definición, anti-artísticas) o producen una vibración anímica porque poseen una forma que en algún sentido es justa. Entonces son obras buenas. Sin embargo, cuando despiertan, aparte de esta vibración anímica, otras vibraciones puramente físicas (bajas, como se dice hoy), no habría que menospreciar la obra sino a la persona que reaccione con sentimientos bajos ante ella.

[2] Esta libertad total ha de fundarse en base a la necesidad interior (que se llama honradez). Este principio no sólo es válido para el arte sino también para la vida misma, y es la mejor arma del verdadero superhombre contra los mediocres.

[3] La imitación de la naturaleza por parte de un artista con vida anímica, nunca será una reproducción muerta de ella. El alma puede expresarse y hacerse oír también de esta forma. Por ejemplo, los paisajes de Canaletto, opuestos a los retratos tristemente famosos de Denner (Alte Pinakothek, Munich).

[4] El hueco también podría llenarlo fácilmente el veneno y la peste.

[5] Esta concepción del arte es una de las pocas filosofías idealistas que subsisten en épocas parecidas, y constituye una protesta subconsciente contra el materialismo, que persigue siempre una finalidad práctica. Por otro lado, demuestra el poder indestructible del arte y del espíritu vivo y eterno, que podrá ser narcotizado, pero nunca aniquilado.

[6] Espero que haya quedado claro que me refiero a la educación del espíritu y no a una supuesta necesidad de introducir por la fuerza en la obra un contenido consciente o de revestir artísticamente este contenido pensado. En este caso no obtendríamos más que un resultado intelectual carente de vida. Ya lo decíamos más arriba: la verdadera obra de arte nace misteriosamente. Cuando el alma del artista está viva, no necesita el sostén de las teorías ni del intelecto. Por sí misma puede expresar algo que para el artista está aún poco claro en ese momento. La voz interior del alma le indica entonces la forma que necesita y de dónde debe tomarla (de la naturaleza interior o exterior). El artista que trabaja guiado por su intuición experimenta cómo una forma escogida de pronto e inesperadamente resulta errónea, y cómo automáticamente surge otra más idónea que ocupa el lugar de la forma rechazada. Böcklin dijo que la verdadera obra de arte había de ser como una gran improvisación: reflexión, construcción y composición previa tienen que ser las fases preparatorias con las que se alcanza un objetivo a veces sorprendente para el mismo artista. Así ha de comprenderse el futuro contra punto.

[7] Este concepto de belleza no concierne, naturalmente, a la moral externa o incluso interna general mente admitida, sino a todo aquello que refina y enriquece el alma, también de forma intangible. Por eso en la pintura cualquier color es bello, ya que cada uno de ellos provoca una vibración anímica, y toda vibración enriquece el alma. Por eso, todo lo que sea exteriormente feo también puede ser interiormente bello, tanto en el arte como en la vida. Nada es feo en su resultado interior, es decir, en su efecto sobre el alma de los demás.

[8] De la belleza interior (K. Robert Langewiesche Verlag, Dusseldorf y Leipzig, pág. 187).

Wassily Kandinsky, De lo espiritual en el arte. Capítulo VII. La obra de arte y el artista